Este año, además de estar un poco más cerca para olvidarnos de la pesá de la crisis, se cumplirán catorce desde mi llegada a Almería y la inmersión en el almeriense way of life. Aún llegué a conocer algunos tramos de la Rambla luchando por dejar de ser auténticos eriales y convertirse en la arteria de comunicaciones que es hoy. Hasta este momento, ha sido la principal infraestructura realizada en la ciudad. Aún nos queda otra: el soterramiento del tren o lo que pomposamente se ha denominado “la integración urbana del ferrocarril a su paso por la capital almeriense”. En ese periodo de tiempo, los avances apuntan más al soterramiento de El Zapillo que a que dejemos de ver las traviesas cercenando el crecimiento de la ciudad. Lo más sensato que he escuchado durante esos más de cinco mil días fue la referencia que un vecino, agotado como tantos de propuestas inútiles, llamó a los políticos a hacer lo posible por traer pronto el soterrenamiento (sic).
A lo largo de ese tiempo hemos asistido asombrados a un desfile de insensateces verdaderamente notable. Llegamos incluso a una propuesta del PSOE con tufillo electoral, en la que su brillante idea para acabar con la estructura que divide a la ciudad, fue sustituir las vías de hierro por un idílico laguito de rebajas que iría desde el mar hasta la Comandancia de la Guardia Civil. No podía ser de otra manera y perdieron las elecciones. Tampoco desde quien ocupó la Alcaldía se hizo demasiado por acelerarlo y en tiempos de filtraciones a través de la red, de teléfonos móviles que nos hacen desear cosas que jamás hubiéramos pensado que necesitásemos, sólo se le ocurrió enviar cartas debidamente certificadas y con su sello correspondiente al Ministerio de Fomento. Lo digo porque tuve en mis manos alguna de ellas.
En los últimos doce meses hemos asistido a algún avance que siento se produce más para demostrar a todos que sí, que se lo toman en serio, que a una verdadera voluntad real de impulsar un asunto que llega al hastío. Se ha aprobado el proyecto definitivo y ha conseguido algo impresionante; poner a todos de acuerdo. No le gusta a nadie. Siento nadar a contracorriente, pero a mí sí. Las criticadas cúpulas no son más ridículas que los imperiales jardines de la rambla interrumpidos por los obligatorios pasos para los vehículos y jalonados de espacios que nadie usa, carpas horribles y grafitis nada artísticos. Nadie se ha quejado por ellos.
Cuando todavía no habíamos doblado la mitad del año, se constituyó la sociedad que debía gestionar el proyecto y en el que están representadas todas las administraciones que ponen pasta en el asunto. El máximo responsable de una de ellas contestó a una pérfida pregunta que le hice, inquieto a que seis meses después aún no había noticia de reunión alguna de dicho sanedrín de notables. La respuesta fue para nota: “es que todavía no tienen nada que hacer”. También conocemos en cuánto valoran el riñón que nos va a costar: 244 millones del ala. No está mal para 14 años, ¿eh? Perdón se me olvidaba, aún hay más. Los últimos meses han sido un constante presentar alternativas de colectivos que nadie eligió para hablar “en nombre de los almerienses”, colegios profesionales que se creen con el derecho a que se les consulte todo y representantes empresariales que sostienen que “o se hace así que es como nosotros, los que sabernos, decimos o está mal hecho”.
Lo que aún no sabemos es si realmente el ferrocarril llegará a un puerto que agoniza, para lo que aún deberemos esperar dos años que no tenemos; cómo quedarán los terrenos en superficie, si habrán cuatro, tres, cinco o ninguna cúpula; si la antigua estación quedará como una isla pidiendo socorro (o sea, como desde que se cerró); si alguna de las viviendas que se construirán en la zona las podremos comprar quienes ganamos una nómina normal o tendremos que liarnos a una de las protagonistas de Mujeres Ricas; si habrá jardines llenos de cemento y huérfanos de árboles (la nueva estrategia de diseño urbano que impera en nuestra ciudad); quién y cómo se pagará el dispendio y, sobre todo, si alguien se atreve a poner una fecha para terminar con este disparate o deberé esperar otros catorce años.
En una Almería de ensueño, los distintos grupos políticos estarían reunidos en comisión permanente para haber planteado al Gobierno central un proyecto consensuado con los distintos colectivos sociales. En una Almería como todos quisiéramos hace tiempo hubiéramos dejado de hablar de un asunto que conduce al sopor más insoportable. En una Almería como merecemos, este tipo de asuntos, si verdaderamente se creen cuando afirman que es “el mayor reto al que los almerienses se enfrentan en los próximos años” deberían escapar de una confrontación partidista cansina e inútil. En una Almería de dibujos animados, ganarían siempre los buenos, los ciudadanos que asisten perplejos a un sainete de reproches en el que hay más personajes cómicos y hasta esperpénticos que sensatos y razonables.
Sin embargo, en una Almería como la que tenemos, si yo fuera vecino de El Zapillo, me preocuparía por si algún día algún listo se le ocurre la idea de soterrarnos el barrio.