La crisis galopa sobre la economía almeriense desde que hace ya más de tres años los expertos en economía se dieran cuenta de que el ritmo del consumo, del crédito y del endeudamiento de familias y empresas era absolutamente insostenible. El drama es que esos ‘expertos’ no fueran capaces de anticipar una situación que estaba cantada, y más aún, que no fueran, ni hayan sido, capaces de encontrar fórmulas útiles para poder hacer frente a una recesión que ya es galopante, probablemente porque la mayor parte de los economistas y de los estudiosos han estado muy ocupados en esta última década en contar y cantar las bondades de un libre mercado que nos ha llevado directamente a la miseria, al menos a los que menor capacidad económica tienen. Analistas al dictado del gran capital y del mayor beneficio posible en el menor tiempo posible, lo que de siempre se ha llamado la especulación, instalada como referente de mercados, bienes y haciendas, y finalmente verdugo del bienestar.
Pero, ¿acaso son estúpidos todos los economistas y analistas? Evidentemente la respuesta es no. Los unos porque han sido capaces de exprimir el limón hasta extremos insospechados, bien pagados y muy ensalzados por los que detentaron, y siguen detentando, los poderes económicos, que han ganado sumas fastuosas en las dos últimas décadas. Los otros porque también han pasado su particular calvario cuando, haciendo uso de sus conocimientos y de su inteligencia (que la tienen), advertían de la existencia de una burbuja que lleva cerca de diez años amenazando con explotar. Esos otros expertos pasaron a ser en muchos casos simples agoreros, falsos profetas y peligrosos pensadores a los que fue mejor apartar lo más posible del camino del festín económico financiero.
Sin duda alguna la crisis que estamos viviendo, y que aún tendremos que sufrir por un tiempo indefinido, es un grave problema, pero no sin embargo el mayor de los que se nos presentan al común de los mortales. Entiendo que el peor de los problemas a los que hemos de enfrentarnos inevitablemente es la ausencia casi absoluta de ideas que sean capaces de dibujar un futuro medianamente esperanzador, porque para ello haría falta una dosis suficientemente fuerte de valor, del que el capital carece, asumir los riesgos de un cambio de modelo tan radical, tan profundo, que los que ostentan el poder económico no quieren ni entrar a valorar, al menos por el momento, al menos mientras en las reservas ocultas del capitalismo quede suficiente dinero como para mantener el ritmo de vida de unos cuantos millones de personas, esos que finalmente rigen los destinos del mundo y de sus habitantes.
Es ciertamente descorazonador contemplar cómo las recetas que nos llegan a los mortales ‘normales’ se basan en trabajar más, más horas, más intensamente, pero por menos dinero del que hasta ahora percibíamos, salarios que en la mayor parte de los casos eran desproporcionadamente bajos con respecto al supuesto ritmo de crecimiento de nuestras economías. Una mirada a la izquierda y otra a la derecha nos dejan en la triste tesitura de que no hay ni ganas ni imaginación para emprender otros caminos para establecer un modelo de desarrollo diferente, y tenemos que oír con frecuencia que lo mejor es impulsar de nuevo la construcción, insistir en el consumo y moderar los salarios supuestamente fabulosos que percibíamos los trabajadores, culpables al fin y al cabo por haber gastado mucho, como si nadie nos hubiera prestado el dinero sabiendo que lo que ha ocurrido podía ocurrir.
Y se echa mano del ‘esfuerzo’ realizado por los empresarios para propiciar un modelo de desarrollo que ha resultado un fiasco. En ese escenario, Almería tenía todas las papeletas para sufrir más que nadie los rigores de una crisis financiera como la que ha sobrevenido, por la sencilla razón de que nuestro modelo económico mantenía las mayores tasas del país de precariedad laboral. Más del noventa por ciento de los nuevos contratos realizados año tras año fueron temporales, cuestión lógica si se tiene en cuenta que tres pilares básicos como la agricultura, el turismo y la construcción son sectores básicamente cíclicos que utilizan mano de obra intensiva mientras hay actividad, pero prescinden de ella al menor síntoma de debilidad de la demanda.
Llegados a ese punto, se destaca el hecho de que el sector que más desempleo ha generado en estos tres últimos años es precisamente el de la construcción, el que más ha sufrido esta crisis. Un sector que es el verdadero campeón de la precariedad puesto que utiliza operarios en función de la obra realizada, pero que se desprende inmediatamente de ellos en cuanto se para la obra. Entonces esa enorme masa laboral pasa a depender de los fondos públicos, a cobrar de las arcas del Estado, lo cual es sostenible mientras el nivel de actividad es alto, pero insoportable cuando se produce la recesión, puesto que las constructoras y promotoras no mantienen plantillas activas en esos casos, ni siquiera apelando a los fuertes beneficios de los tiempos de actividad intensiva.
Esta precariedad laboral es la que ha hecho posible que Almería haya pasado con rapidez de ser la campeona del empleo a la campeona del paro. Iniciamos el año 2010 con 62.439 personas inscritas en las oficinas de empleo, y lo hemos terminado con 69.493 apuntados en esas listas y una tasa de desempleo que ronda el 20 por ciento. Bien es cierto que no todos esos parados están en realidad desocupados, puesto que en sistemas como el almeriense la economía sumergida es especialmente activa y se calcula que en torno a un 35 por ciento del desempleo registrado no lo es tanto porque encuentra acomodo en una irregularidad que en los más de los casos es consentida desde administraciones e incluso por parte de muchas empresas y empresarios.
Decían que la crisis había tocado fondo en 2010, pero lamentablemente esta es otra de esas mentiras piadosas con las que los poderes públicos están intentando evitar que cunda el pánico entre unos ciudadanos que no divisan norte alguno. Dicen también que la segunda mitad de 2011 será la del inicio de la recuperación económica, aunque se reconoce implícitamente que esa recuperación no servirá para crear empleo a un ritmo siquiera digno. La pregunta es, ¿podemos llamar recuperación a un sistema que no es capaz de facilitar un empleo a esos millones de personas que carecen de él y que, por el momento, suponen una carga importante para las debilitadas arcas públicas?
No me gustaría hacer un papel de agorero del futuro, pero por desgracia los datos que caen en nuestras manos, los análisis de los pocos economistas que merecen a fecha de hoy un mínimo de respeto, evidencian que esta no es una crisis de juguete con la que algunos grupos puedan entretenerse. Tras la crisis financiera que ha ahogado mercados, familias y gobiernos, subyace otra de grandes proporciones que está explotando y que habrá que afrontar más tarde o más temprano, una crisis poliédrica (como dice mi buen amigo Paco Cortés) con tres patas a cual más tremenda: la energética, la ambiental y la humanitaria.
Durante demasiado tiempo las políticas neoliberales, el brazo armado del capitalismo, han ignorado las repercusiones ambientales de sus acciones, despreciado el coste que para el medio ambiente tienen las actividades económicas. Digamos que destruir les ha salido gratis porque la inmensa mayoría de los gobiernos no han tenido la valentía de exigir una adecuada valoración de ese daño. Con el petróleo en una espiral creciente de precios, y las renovables permanentemente cuestionadas, todo nos encamina hacia lo que el capital hace años viene reclamando, retornar a lo nuclear como solución ‘mágica’ del problema energético. Volveremos a ignorar los riesgos, haremos de nuevo oídos sordos a los residuos y la poderosa industria de la energía volverá a trabajar en lo que mejor sabe hacer, la obtención de beneficios a costa de lo que sea, incluyendo la salud y la seguridad de pueblos y territorios.
Y por fin una crisis humanitaria impuesta por los movimientos del gran capital internacional, ante la mirada impertérrita de una clase política demasiado ocupada en defender, como lleva tanto tiempo haciendo, la continuidad en el sillón de mando, o el acceso al mismo si no lo tienen. Mientras haya chinos, indios o negros dispuestos a trabajar por un plato de arroz, las grandes empresas tendrán asegurada su producción a bajo coste laboral y social y el predominio en unos mercados de los serán expulsados los que no puedan soportar esa competencia de costes, es decir muchos de nosotros, me temo. Y así afrontamos un nuevo año, atónitos ante la depresión de la izquierda por no tener el valor de afrontar el cambio, y la euforia de una derecha que pretende volver a lo mismo que nos ha sumido en el terror financiero. Y obsérvese que digo afrontamos ‘un nuevo año’, porque tengo la desagradable sensación de que ni siquiera estamos en el camino de afrontar un nuevo futuro, nuevos modelos respetuosos con el hombre y su entorno, capaz de valorar lo que tiene y de tener lo que realmente puede.
Que el señor nos pille confesados.