Cuando hace 27 años le dije a mi padre que abandonaba mis estudios de derecho por el periodismo se llevó un gran disgusto y estuvo una semana sin hablarme. Para él, el periodismo estaba ligado a una vida bohemia y sin orden, cierto libertinaje y escasos recursos económicos. Provenía de una familia poco habituada a los libros, apenas hablaba de política y siempre decía que había que creerse la mitad de lo que se decía en los periódicos o se contaba en los telediarios. Con estos antecedentes, mi decisión por ejercer la profesión se convirtió en toda una batalla personal; quería demostrarle que estaba equivocado.
Mis primeros pasos los di en una emisora de radio de provincias en donde trabajé 3 años. Para mí, fue la mejor escuela, ya que éramos pocos y había que saber hacer de todo. Aprendí lo que no estaba escrito.
De ahí me fui a Madrid, y allí las cosas funcionaban de otra manera. Las grandes cadenas de radio disponían de más presupuesto para las coberturas nacionales e internacionales, amplias plantillas y la posibilidad de especializarse. La desventaja: corrías el peligro de que te encasillaran. El sueldo era mejor que en provincias, pero en cuanto pagabas el alquiler de la casa te dabas cuenta porqué. Sólo las grandes estrellas de la radio de por aquel entonces tenían nóminas envidiables; el resto, la mayoría, sobrevivíamos. En la facultad de periodismo, cada año, aumentaba el número de matrículas. La llegada de la televisión privada presagiaba que habría trabajo para todos. Y así fue durante un tiempo, aunque en realidad, sólo los más listos y con padrino lograron situarse en los puestos estratégicos.
Trabajar en televisión, por aquel entonces, te daba un cierto caché. Estabas mejor pagado que en la radio, conocías a los famosos y con suerte, podías reengancharte fácilmente de un programa a otro; pero en la práctica, de poco te servía. Los bancos, si estabas contratado por obra, como ocurría en la mayoría de los casos en la televisión privada, nunca te darían una hipoteca. La inseguridad laboral del periodista crecería a pasos agigantados y los sindicatos poco o nada hicieron para evitarlo. La guerra por las audiencias, convertiría a las grandes cadenas en espías unas de otras, y la falta de legislación al respecto, en terreno de cultivo al plagio de formatos de programa entre las productoras.
De Madrid a Londres
En este escenario, decidí hacer mi maleta e irme a Londres. De eso hace ya casi 14 años. No me arrepiento. Mi inglés no era bueno, y mi conocimiento en economía y finanzas, escaso, pero me presenté a una prueba para un canal financiero internacional de televisión, y -mira- me seleccionaron. Entrábamos en la era digital y había que poner en marcha el canal. Todo un reto.
Los periodistas italianos aterrizaron al mismo tiempo que nosotros los españoles, y juntos, nos teníamos que subir al carro de los ingleses y alemanes, que ya llevaban por los menos un año emitiendo. También estaban los franceses, pero siempre se distinguieron por ser muy suyos y aplicar sus propias reglas, tanto a la hora de seleccionar las noticias como en el momento y forma de contarlas.
En aquellos años comprendí la multitud de ángulos que puede tener una misma noticia, las dificultades técnicas de la era digital, la supremacía de la cultura anglosajona a la hora de decidir qué es lo importante, la “meticulosidad” de los alemanes a la hora de seleccionar las fuentes, y la cultura del sándwich frente al ordenador. Periodistas de distintos países compartíamos los mismos archivos de imágenes y agencias, pero el resultado, en antena, era bien diferente. Al contrario que en Londres, París y Frankfurt, en Madrid no había antecedentes de una televisión económica y financiera, y por tanto, tampoco una audiencia clara. Había que empezar desde el principio, y por el camino nos caímos y tropezamos varias veces.
Fuera del trabajo y en tierra extranjera, los periodistas españoles tenemos fama de hacer patria allá donde vamos. Quizás por nuestra dificultad con los idiomas o quizás por nuestra reciente experiencia en abrirnos al mundo, nos gusta crear nuestros propios guetos fuera del ambiente laboral. Cuando este comportamiento se repite en exceso, la tortilla de patata te sale por las orejas, y las relaciones con tus colegas, termina por deteriorarse. Si a esas citas nostálgicas del fin de semana acude el jefe de turno, entonces estás perdido, porque es ahí donde se gesta el reparto de funciones y las salidas informativas. Con ello, quiero resaltar, y esa ha sido mi experiencia, que cuando el caciquismo de los medios rebasa las fronteras, se atrinchera y lucha como nadie para hacerse notar. En una gran multinacional, con jerarquías de poder complejas, el que tiene una mínima posición ventajosa, lucha sin escrúpulos por mantenerla.
En Londres, las condiciones laborales son, por lo general, más ventajosas para el periodista. Existe una mayor seguridad en el tipo de contratación, y un mayor respeto por el trabajo del free lance. El hecho de que esté mejor pagada junto con unos criterios más profesionales a la hora de seleccionar al personal y, una programación audiovisual más rica y variada, también favorecen el estatus de la profesión. Y los bancos, a diferencia de España, no se lo piensan tanto a la hora de concederte una hipoteca, al menos, antes de que estallara la crisis.
De mi paso por Francia, observé que el fuerte poder de los sindicatos y el arraigado espíritu combatiente innato a la profesión, protege al periodista galo de la última obsesión empresarial de los Medios por reducir costes: La figura multimedia tan de moda ahora entre las generaciones más jóvenes. El periodista- orquesta, con cámara al hombro, que además de producir, filma, controla el sonido, hace la entrevista y edita la pieza, no es una figura bien vista por el gremio tradicional. El resultado final, en el mejor de los casos, es mediocre y las empresas que lo sustentan, pierden credibilidad.
En Dinamarca, y resto de países escandinavos, el estatus del periodista lo determina el medio para el que se trabaja. La televisión estatal y algunos periódicos, como Politiken, encabezan la lista de medios con prestigio. Sus periodistas están bien pagados y cuentan con medios tecnológicos y financieros suficientes para realizar reportajes de investigación, además de pequeños documentales de producción propia, una especie en vías de extinción en nuestro país.
Dicho todo esto, y volviendo a lo que opinaba mi padre sobre el periodismo, tengo que admitir que en algo, sí llevaba la razón. Hay que creerse la mitad de lo que se cuenta y cuestionarse la otra mitad.
No se profundiza en las informaciones, porque se busca la inmediatez, estar “al día”, y no descolgarse de lo que ofrecen otros medios. La política del “corte y pega” se extiende como el cólera. Y al final, no es el periodista sino las Agencias y grandes cadenas internacionales quienes deciden qué es noticia.