Los medios de comunicación, sobre todo, en el ámbito local, viven días inciertos. Un momento en el que están en tela de juicio los principios básicos sobre los que se sustenta el oficio. Dando la espalda a la esencia, olvidando una tradición de compromiso y amor a la libertad. El periodismo ha dejado de ser ese reducto romántico y cálido donde se refugiaba de sus enemigos la verdad. Ahora se ha convertido en un lugar frío e inhóspito, en el que, la única literatura que se permite, es aquella que se redacta con los números que tejen los versos de las cuentas de resultados. Los medios de comunicación han renunciado a su misión fiscalizadora de la realidad. Se han olvidado de ser la sombra que hace mejor la política y la vida en común. Han abandonado a los ciudadanos. Han obviado su responsabilidad social. Lo peor es que, como dice un anuncio: por cada corrupto hay 8.000 donantes de sangre. Por cada 8.000 ciudadanos que celebran su condición de vecinos-hermanos bañados en el mar de la solidaridad hay una sola persona que se aprovecha de ellos para beneficio propio. El periodismo ha dejado indefensos a los ciudadanos desde el momento en que se declaró insumiso y bajó los brazos para abrazar al dinero. Y es que el abrazo al dinero siempre suele ser a ras de fango. Ha claudicado y cuenta sus 30 monedas, mientras olvida a los donantes de sangre, que ya no tienen quien les escriba. La publicidad institucional es la anestesia que ha dormido al periodista mientras le extraían el periodismo. Esta droga está haciendo estragos sobre todo en los medios de comunicación de ámbito local. Algunos de ellos incluso sólo viven precisamente de la publicidad que desde lo público se contrata en los medios. El problema no es llenar la páginas de periódico, las horas de radio y las 625 líneas de una pantalla de televisión vendiendo la gestión de un determinado gobierno. Lo verdaderamente grave es el precio, que por esta publicidad se debe pagar. El , que en nombre de una determinada institución, gestiona dinero público y decide invertir en un medio de comunicación siempre y digo bien, siempre, quiere, espera y exige algo a cambio. Generalmente es el silencio del medio y la alabanza constante. Cada miembro de esta Asociación de la Prensa, estoy seguro, que recuerda el primer día que alguien lo llamó a él, o a un compañero, enojado por alguna información, y amenazando con quitar la publicidad contratada en ese medio. Es la publicidad institucional uno de los peores enemigos que la libertad de información tiene en este momento, sobre todo, tal y como esta concebida. Partiendo de la base de que se trata de dinero público este tipo de publicidad debería contratarse con la mayor escrupulosidad y desde la transparencia más absoluta. El ciudadano, está claro, no paga sus impuestos para que con ellos se compren las alabanzas a la gestión de una institución. Una fórmula que emana del sentido común es que la publicidad desde lo público, se contrate en función de la difusión que los medios de comunicación tengan. De tal forma que se divida el presupuesto que se vaya a destinar a este tipo de publicidad entre los diferentes medios de forma descendente y proporcional al volumen de seguidores que tengan estos. Esto es lo que parece más lógico si la gestión se realiza desde la defensa de los intereses del ciudadano y no desde una visión partidista, dogmática del ejercicio del poder.
El silogismo parece evidente. Una institución contrata publicidad porque entiende que debe lanzar un mensaje a la sociedad, ergo, querrá que su mensaje llegue al mayor número de personas posible con el mínimo coste posible, ergo, contratará la publicidad en los medios de mayor difusión. Otro debate es cómo medir quien tiene más o menos difusión. Una discusión que habrá que dejar abierta el día que las administraciones decidan actuar desde el sentido común y no desde el mercado común. Cuando un medio de comunicación incluye en sus propuestas comerciales: un número de portadas dedicadas al contratante al mes, los subes y los bajas, e informaciones benévolas, para la parte contratante. Y, no nos engañemos, esto está ocurriendo. Significa que la situación es mucho peor de lo que sospechábamos. Pues ya no es el poder el que va al medio intentar comprar su línea editorial sino el propio medio de comunicación el que, riéndose de este gran oficio, tiene su línea editorial en venta.
Responsabilidad olvidada
Es el propio informador el que olvida que la gran responsabilidad del periodista es para con la audiencia. El periodismo, sólo, tiene sentido porque los lectores, oyentes y televidentes están al otro lado. Que las noticias estén teñidas con el color del dinero que se gasta en el medio, es la mayor traición a una responsabilidad que la sociedad ha delegado en nosotros, los periodistas. Detrás de cada viaje pagado a un periodista, de cada ágape para la prensa, de cada comida, de cada convenio no deja de haber un intento
de burlar a la democracia y a la libertad de información. La connivencia entre el poder político y los medios de comunicación cada vez es mayor. El periodismo debe cambiar y olvidar el día en que el primer político contrató una campaña institucional. Relegar al pasado el momento en el que la primera institución contrató un gran cuadernillo central, mientras susurraba al oído de la prensa libre: pártete conmigo un cuartito de silencio.